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jueves, diciembre 24, 2009

Hoy, un pequeño relato

Hoy retomo el blog con algo que llevaba tiempo sin hacer: publicar un pequeño relato.

En este caso se trata de un relato corto que escribí hace tiempo y tenía olvidado en las profundidades de mi disco duro. Espero que os guste.


EL PICNIC

Domingo, once de la mañana. Nadie sabía quién era y por qué estaba allí, pero en el centro del merendero, sentado en la mesa más próxima a la más nueva de las parrillas, había un hombre, o lo que parecía ser un hombre.

Parecía porque llevaba un disfraz de payaso, que recordaba al reclamo publicitario de una conocida cadena de establecimientos de comida rápida. Frente a él había un ordenador portátil, cuyas teclas no dejaban de sonar. El hombre tecleaba de forma frenética, como si no hubiera un mañana. Sólo se detenía de vez en cuando, para dar un sorbo a una coca cola, tamaño gigante, adquirida en el ya mencionado establecimiento de comida rápida. Era como un corredor de fórmula 1, corría a alta velocidad, repostaba cada cierto número de vueltas, y volvía a correr otra vez.

A su alrededor, las mesas se fueron llenando de familias y grupos de amigos, que se preparaban para sus correspondientes parrilladas. Como si el miedo, o tal vez la electricidad estática emitida por el portátil les repeliera, ninguno de los presentes se acercó al payaso, a pesar de encontrarse él solito ocupando la mejor mesa del lugar. El ritual siguió, con gente yendo y viniendo, el payaso tecleando y sorbiendo su bebida. De vez en cuando un niño preguntaba “Papá, ¿qué hace ese señor?” o “Papá, ¿puedo ir a pedirle unos globos?”, y la respuesta siempre era la misma: una mirada de reproche de parte de papá, mamá o los dos, y un tirón que alejaba al niño lo más posible del “extraño”.

Los pájaros se posaron junto a él, sobre él y sobre el portátil, pero él no movió nada que no fueran los dedos para teclear o el brazo derecho para alcanzar la bebida, que bajaba a sorbitos, como queriendo que durase mucho tiempo. El viento sopló, la lluvia hizo amago de aparecer varias veces, aunque no llegó a caer con fuerza, pero él siguió con sus medidos movimientos. La gente le increpó, los adolescentes le insultaron y algunos incluso amenazaron con llamar a la policía o al hospital psiquiátrico más cercano, pero él se mantuvo impertérrito. De todos modos, ¿qué hubiera podido hacer la policía? ¿Detenerle por contaminación acústica por teclear demasiado fuerte?

Hacia las cinco de la tarde, cuando en circunstancias normales, muchos de los presentes ya se habrían marchado a casa, todo el mundo seguía ahí, expectante, esperando a ver qué ocurría con el tipo raro del disfraz de payaso. Después de tantas horas de observarle y hacer cábalas, las teorías sobre quién sería y, sobre todo, que estaría escribiendo, eran tantas que nadie quería quedarse sin conocer el desenlace. Había incluso quienes estaban organizando porras, y las apuestas estaban ya llegando a cantidades que hubieran arreglado el mes a cualquier “mileurista”.

Y por fin se fue. A las cinco y media de la tarde, se levantó y se marchó del lugar sin más, sin mirar hacia atrás, dejando a su espalda un ordenador portátil cerrado y un vaso de coca cola vacío. Hacia delante tampoco miraba en ninguna dirección concreta, y quienes se cruzaron con él coincidirían más tarde en afirmar que iba con la mirada perdida. Recta, pero perdida. Después, se alejó caminando, por el arcén de la carretera.

Pasaron quince minutos hasta que alguien se atrevió a acercarse al portátil, aunque muchas eran las voces que le gritaban que no lo hiciera y que bien podría tratarse de una bomba. Haciendo caso omiso de los gritos, y llevado por su gran curiosidad, un hombre de mediana edad se acercó con cuidado al lugar donde estaba el ordenador y, con dos dedos, como si éste fuera radiactivo, fue levantando la tapa. Tras pulsar una tecla, para desactivar el protector de pantalla, se encontró con un largo documento de texto, que inmediatamente empezó a leer.

El documento no era más que la repetición, en cantidades que no merecía la pena contar, de la frase “TONTO EL QUE LO LEA”, así, en mayúsculas. El hombre avanzó por el documento, pasando por páginas y páginas de la misma frase, hasta llegar al final del mismo, lugar en el que se encontraba la única diferencia. En ese punto, en negrita y un tamaño de letra enorme, aparecía la frase “¿A QUE JODE?”.

El hombre miró alrededor, buscando al payaso, al que ya no se veía. Después, cerró el portátil y se alejó caminando, sin dejar de sonreír, aunque recordando entre dientes a todos los familiares del payaso.

FIN

1 comentario:

María (LadyLuna) dijo...

Este relato tuve la oportunidad de leerlo hace ya un tiempo. Y como ya te dije en su momento, me encantó. Me ha vuelto a sacar una sonrisa ;)

¡Un beso!