eXTReMe Tracker

viernes, abril 07, 2006

Capítulo 2

Después de unos días de espera, y confiando en que el primer capítulo haya gustado y haya llegado a mucha gente, he aquí la segunda parte. Tengo ya claro que van a ser cuatro capítulos, e iré espaciando los otros dos a lo largo de los próximos días, que quiero que a todos os dé tiempo a leerlos. Pues nada más, pasemos ya al capítulo de hoy


INVASIÓN (CAPÍTULO 2)

Pensando en el pasado y en cómo eran las cosas antes de la llegada de los Flang, Luis comprobó que sus pies le habían llevado hasta los aledaños de lo que en tiempos mejores era una base militar americana. A esas alturas ya no era más que un edificio en ruinas, del que nadie sabía cómo no se había caído aún del todo. Luis atribuyó el “milagro” al blindaje o tal vez sólo a la casualidad. De hecho, era extraño encontrar en pie construcciones tan altas como esa. En la era “post-Flang” lo más habitual era encontrar chozas baratas y mal construidas, por lo general por gente que apenas tenía con qué sobrevivir.

Llevado por una curiosidad un tanto morbosa, Luis decidió adentrarse en las instalaciones de la base, que carecían ya de puertas, verjas o cualquier otra medida disuasoria que impidiera entrar a quien quisiera. Siempre había vivido muy cerca de la base y apenas se había preocupado de mirarla un par de veces desde lejos, así que supuso que nada podía pasar si entraba y echaba un vistazo. Total, si el edificio se caía o alguna nave Flang despistada decidía terminar de destrozarlo, casi sería mejor para él. La pesadilla habría acabado.

Como ya esperaba, la entrada no presentaba ninguna medida de seguridad. Los animales de compañía escaseaban en aquellos tiempos, así que tampoco encontró “vigilancia animal”. Todo estaba justo cómo esperaba, deshecho o simplemente olvidado y con una gran capa de polvo. Los supervivientes de la zona habían hecho su agosto en la zona y no habían dejado ni las grapadoras. Poco había que ver, salvo alguna que otra rata, que eran de los pocos animales que aún se veían por doquier, y unas pocas máquinas que seguían funcionando, aunque todas estaban esperando que alguien pulsara un botón, moviera una palanca o tecleara algo. Luis pensó en salir sin más de allí y no seguir adelante, pero su curiosidad pudo con él. Ese complejo militar tenía seis edificios, y ninguno de ellos era pequeño. Además, ya no contaba con el dinero de su familia, en otros tiempos bastante adinerada, ni un banco al que pedir préstamos, por lo que se había visto obligado a sobrevivir dependiendo de la suerte y de si conseguía encontrar objetos abandonados, o comida olvidada en la nevera de alguien que hubiera dejado de existir. No tenía nada mejor que hacer, por lo que decidió seguir curioseando.

Al cabo de un par de horas había hecho ya un buen botín. Había cogido una gran mochila, seguramente olvidada por un soldado que no tuvo tiempo para huir o que huyó antes de no tener tiempo para hacerlo, y la había ido llenando con todos los objetos mínimamente interesantes que había ido encontrando. No era como para pensar en hacerse rico, pero sí para sobrevivir durante unos pocos meses. Alguno de los objetos que había encontrado eran muy escasos en la sociedad humana de posguerra, lo que le aseguraba hacer buen negocio. Los negocios entre humanos estaban prohibidos, y estaban obligados a tratar siempre con los Flang, aunque por mucho menos dinero. Llevaba consigo objetos muy valorados y en gran cantidad, así que decidió que era hora de volver a casa, o lo poco que aún quedaba de ella, y esconder el botín. Aún estaba recreándose en su suerte y su desbordada mochila, cuando oyó un extraño ruido en que hasta el momento no había reparado. Parecía provenir del piso superior, en el que suponía que no podía haber nadie. Había intentado acceder antes a ese piso, pero se había encontrado con que la escalera estaba totalmente destruida y que el ascensor no parecía funcionar. Por un momento, pensó en olvidar todo y seguir con el plan, pero la curiosidad pudo otra vez con él y no pudo evitar el impulso de buscar otra forma de acceder al piso superior.

—No te molestes en buscar otra escalera —dijo una voz proveniente del piso superior—, están todas destrozadas. El ascensor funciona, pero vas a necesitar una tarjeta de acceso. Parece que estos militares eran muy buenos poniendo medidas de seguridad y los ascensores son de las pocas cosas que han permanecido intactas. Espera ahí, que te lanzo mi tarjeta.

Luis miró arriba y pudo ver que la voz pertenecía a un hombre, de unos cuarenta años, que vestía una bata blanca y llevaba un portafolios en la mano. El hombre metió la mano en un bolsillo y sacó una tarjeta que lanzó hacía donde él se encontraba. Luis dejó la mochila en el suelo, agarró la tarjeta al vuelo y se dirigió al ascensor sin pensar. La curiosidad era ya insoportable. El ascensor tardó unos pocos segundos en subir, y Luis pudo encontrarse de frente con el misterioso personaje, que de cerca presentaba un aspecto bastante lamentable.

—¿Quién es usted? —dijo Luis.

—Me llamo Ricardo Belfort—dijo el hombre misterioso—. Trabajaba aquí como médico e investigador.

—Entonces, ¿también ha venido a ver si encontraba alguna cosilla aprovechable? Yo he encontrado unas cuantas cosas que me van a dar de comer durante un par de meses por lo menos.

—Te equivocas, amigo —dijo Belfort—, yo sigo trabajando aquí.

—¿Qué? Hace meses que nadie trabaja aquí, eso lo sabe todo el mundo.

—Bueno, todo el mundo no lo sabe. Aunque si te digo la verdad, me preocupaba más que no se enteraran esos que no son de este mundo.

—¿Qué?

—Los Flang, atontado, los Flang, que parece que sólo sepas poner cara de tonto. Llevo trabajando desde el principio de la guerra, buscando una manera de derrotar a esos cabrones, y creo que por fin hemos dado con ella.

—¿Qué?

—Oye, ¿tienes alguna otra palabra en tu vocabulario? Ya me estoy cansando de oírte preguntar siempre lo mismo.

—Vale, de acuerdo, pero no me negarás que suena tan inverosímil como aquellos mensajes piratas que la resistencia metía en televisión. Siempre decían que tenían el arma definitiva o que la victoria estaba cerca. Hasta entonces, nunca había oído la expresión “supremacía humana”, y te puedo asegurar que llegué a cansarme de oírla tantas veces.

—¿Y si te dijera que esta vez es la definitiva? ¿Y si te dijera que ahora podríamos eliminar a los Flang de un plumazo?

—Te diría que ya estás tardando en hacerlo. Si es verdad que tienes la solución para eliminar a los Flang, ¿por qué no se ha puesto todavía en práctica?

—Porque es difícil, amigo, muy difícil. Posiblemente la decisión más dura que ningún humano haya tenido que tomar jamás.

—¿Y eso por qué? ¿Acaso hay que destruir el planeta entero para poder destruirlos?

—Precisamente eso.

—¡Tú estás loco! —exclamó Luis con cara de sorpresa.

—Ojalá fuera así, pero no puedo mentir. Deja que te ponga en antecedentes. Al principio de la guerra, cuando aún no era una guerra de guerrillas y todos los ejércitos del mundo trataban de plantar cara a los invasores, me encargaron buscar su punto débil. Al principio contaba con un equipo de treinta personas, de las que ya sólo quedo yo. Durante todo el tiempo, la investigación se mantuvo en secreto, lo que nos libró de ingerencias por parte del enemigo o de la opinión pública humana, que sólo nos hubiera retrasado. Durante los primeros meses, cuando nuestros ejércitos todavía eran capaces de plantar cara, se logró, con mucha suerte, capturar uno de los pequeños cazas Flang, y nos encomendaron la tarea de averiguar todo lo que pudiéramos sobre él, aunque la prioridad era descubrir cómo destruirlos. Intentamos de todo, pero ningún material de la Tierra parecía afectarle, y colarse en sus ordenadores para inocular un virus informático en el sistema era una opción que dejábamos para las películas. Al final, cuando ya estábamos completamente desesperados, se decidió tirar la casa por la ventana y someter la nave a una explosión nuclear. Como en tiempos pasados, se escogió un pequeño archipiélago formado por tres islas deshabitadas y colocamos allí la nave y una bomba de varios megatones.

—¿Y qué paso? —interrumpió Luis.

—¿Te puedes creer que la jodida nave resistió la explosión? Al principio nos quedamos anonadados y no hacíamos más que tirarnos de los pelos, pero en poco tiempo, la situación cambió. Nada más descontaminar la nave, empezamos a estudiarla de nuevo y vimos que la estructura se había debilitado. No lo suficiente para destruirla, pero sí para hacer unos pocos rasguños. Nuestras siguientes órdenes fueron calcular la magnitud de la explosión que haría falta para destruir esa nave. Lo malo fue que descubrimos que una explosión así no sólo destruiría la flota Flang, sino que también reduciría el planeta a polvo cósmico. Para conseguir la potencia necesaria, tendríamos que juntar el uranio enriquecido de nuestras bombas con las células de energía de una nave Flang, que tienen gran potencia. Por suerte, el blindaje de la nave que intentamos destruir nos libro de comprobar este hecho antes de tiempo, aunque debo reconocer que ahora eso da igual.

—Entonces supongo que el plan se paralizaría, ¿no? —preguntó Luis.

—Me gustaría decirte que así fue, pero no te voy a mentir. Al principio, se decidió aparcar el tema y parecía que no se iba a usar la información que habíamos obtenido, pero hacia el final de la guerra, cuando ya dábamos todo por perdido, se decidió seguir adelante. Como diría un marido celoso, “si el planeta no podía ser nuestro, no sería de nadie”.

—Venga, ya está, ya hemos jugado bastante. Si no fuera por todo lo que ha pasado en los últimos años, ahora mismo te preguntaría dónde está la cámara oculta y cuándo voy a salir en televisión.

—No es ninguna broma. Créeme, nada me gustaría más que poder decirte que era todo mentira o un simple chiste. Es más, necesito tu ayuda. Necesito que alguien haga de terrorista suicida, y estoy desesperado.

—Sí hombre, en eso estaba pensando yo precisamente. ¿Y se puede saber por qué no lo haces tú mismo?

—Ojalá pudiera, no dudes que lo haría. Esa es la segunda parte de la investigación y la que a mí, como médico titulado, me correspondía. Además de buscar maneras de derrotar a los Flang en su propio terreno, también nos encargaron dar con un sistema para hacer frente a sus armas bacteriológicas.

—He oído hablar de eso. Pero me han dicho que no es nada y que sólo producen algo de dolor de cabeza. ¿Para qué tanto tío entonces?

—Porque no es sólo un simple dolor de cabeza. Los Flang son grandes expertos en todas las ramas de la ciencia y no tardaron mucho en mejorar nuestras técnicas. Al principio de la guerra, nos dimos cuenta de que ellos no estaban familiarizados con la guerra bacteriológica, por lo que se decidió usar ese conocimiento en nuestro provecho. Buscamos con ahínco cualquier virus, bacteria o sustancia química inocua para nosotros y que pudiera derrotar a los Flang, pero no fuimos capaces de dar con nada que les provocara más que un simple resfriado. Por desgracia, ellos fueron observando y aprendiendo, y no pasó mucho tiempo antes de que tuvieran éxito en lo que nosotros habíamos fracasado. Se dedicaron al cultivo bacteriológico de unos microorganismos que se encuentran en sus cuerpos, de una forma muy similar a nuestra “flora intestinal”. Hicieron varias pruebas y descubrieron que para nosotros eran mortales de forma fulminante, así que decidieron “suavizarlas” un poco. Las modificaron genéticamente y lograron que no fueran tan mortales. Una exposición breve, de no mucho más de una hora, te deja un fuerte dolor de cabeza que dura un tiempo, pero una exposición más prolongada es mortal de necesidad, aparte de ser una muerte lenta y dolorosa.

—Bien, pero sigues sin responder a mí pregunta de antes. Si tienes un remedio contra las armas bacteriológicas de los Flang, ¿cómo es que no vas tú mismo en persona Si todos vamos a morir cuando tu bomba estalle, ¿qué más da si vas tú?

—Deja que te lo explique. Durante bastante tiempo, la investigación fue rápida y bastante exitosa. Teníamos un montón de cobayas, entre todo tipo de animales domésticos y de laboratorio, pero no duraron mucho. Supongo que estarás al tanto de que apenas quedan ya animales de compañía en el planeta, entre los que murieron a manos de los Flang, que ni se molestaron en averiguar si eran peligrosos para ellos antes de matarlos, y los que terminaron perecieron de hambre o porque ya no eran capaces de valerse por sí mismos. Cuando ya era casi imposible continuar las pruebas con animales, decidí que pasaría directamente a probar mis experimentos con humanos. Mis compañeros ya habían muerto o desaparecido a causa de la guerra, así que sólo quedaba yo para hacer de cobaya humana, aparte de que no quería implicar a nadie más. Las primeras pruebas fueron prometedoras, pero no suficientes. Gracias a que aquí todavía quedaba material muy interesante, logré infiltrarme en una sociedad que comerciaba con los Flang y pude entrar en una de sus ciudades, protegida por una especie de microatmósfera dominada por las jodidas bacterias estas. Mi remedio, que se administra en forma de pastillas, funcionó, pero no como yo hubiera deseado. El dolor de cabeza apareció, no tan intenso como en el caso de un humano no tratado, y sólo duro un día. Estaba en el buen camino, así que seguí probando. Hace un par de meses estaba ya a punto de conseguir dar con la dosis perfecta de principios activos, pero tuve que dejarlo, después de que estuve a punto de morir tras mi última prueba. Mi cuerpo no puede admitir más productos químicos, como si estuviera al borde de la sobredosis. De hecho, me estoy muriendo poco a poco, y no creo que dure mucho más. Calculo que no duraré más de medio año.

—Genial, y supongo que pretenderás que yo me tome un cóctel de pastillas que podría matarme, ¿no?

—No, eso no pasará. Yo tuve que abusar de las pastillas para probar su eficacia y por eso estoy así, pero eso no te pasará a ti. Estoy seguro de que estas pastillas son las definitivas.

—Llámalo intuición, pero creo estar entendiendo que no has probado esas pastillas in situ, ¿no?

—Como comprenderás, las convulsiones causadas por la sobredosis no me dieron muchas oportunidades de andar para ir a una ciudad Flang. Pero estoy seguro de que tienen que funcionar.

—No sé, no lo veo nada claro. Yo nunca he sido un héroe y gracias a eso he llegado hasta aquí. He logrado sobrevivir a los Flang volando por debajo del radar y no dejando que me vieran, y no creo que esta sea una buena idea.

—¿Volando debajo del radar? ¿Y eso cómo? No creo que exista nadie que haya podido hacer algo así, con tanto control por parte de los Flang.

—¿Control? ¿Qué control?

—Pues cuál va a ser, este —dijo Belfort mientras levantaba la manga derecha de su bata y dejaba ver una pequeña herida—. Desde que todos tenemos implantado este maldito chip, no hay nadie que no esté controlado.

—Te equivocas —respondió Luis mientras él se levantaba también la manga—, yo no lo estoy

—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Belfort mientras observaba con sorpresa el brazo del Luis.

—Digamos que he tenido suerte. Mi familia siempre tuvo un gran patrimonio, lo que nos permitió gozar siempre de unas cuantas excentricidades. Mi padre siempre estuvo obsesionado con las guerras, y sobre todo con la amenaza nuclear, lo que le llevó a construir un gran refugio nuclear, que sólo él y sus más allegados conocíamos. He pasado el último año y medio encerrado en el refugio y estoy seguro de que los Flang no tienen conocimiento de su existencia. Mi padre pagó mucho dinero a quien lo construyó para que nadie conociera la ubicación del refugio o que existía. Hoy mismo he decidido salir por primera vez. Sabía que la mitad del país está deshabitado, y no creía que pudiera encontrar a nadie, humano o Flang.

—¿Pero no te das cuenta? ¿No ves que eres la persona perfecta para entrar en una ciudad Flang?

—Seguro, y moriría en cuanto alguien comprobara mi chip. La muerte más rápida de la historia.

—Eso déjalo en mis manos. Creo que puedo extraer mi chip y ponerlo en tu brazo. Los Flang confían tanto en la infalibilidad de sus chips que no guardan registros de la gente que va a sus ciudades ni imágenes u otros detalles que identifiquen a cada humano y no estén en el propio chip. Podrías ponerte le chip de una rubia sueca estudiante de intercambio y no se darían cuenta.

—Sigo sin verlo claro. Como cualquiera, deseo que los Flang nos dejen en paz, pero no sé qué pensar. Me ha ido muy bien usando la táctica del avestruz y no me apetece asomar la cabeza para que alguien me la corte.

—Tú sígueme, que creo que tengo algo que puede hacerte cambiar de opinión.

Belfort empezó a andar y Luis le siguió sin hacer preguntas. Le siguió por varios pasillos hasta que llegaron a una sala pequeña, que en tiempos mejores debió de ser una sala de reuniones, ya que contaba con un proyector y una gran pantalla blanca, además de unas cuantas sillas y una mesa, en la que había una máquina de café tan mohosa que se notaba que llevaba años sin usarse. Belfort rebuscó en una estantería, mientras Luis se apoyaba en el marco de la puerta, hasta que se giró con una cinta de vídeo en la mano.

—¿Ahora nos vamos a poner a ver películas antiguas? —dijo Luis sonriendo— ¿Algunas vacaciones familiares?

—Siéntate —respondió Belfort de forma inexpresiva, mientras clavaba una mirada de reproche en los ojos de Luis—. Lo que vas a ver es verídico y muy serio. No es ningún chiste.

Luis hizo lo que le decían y se sentó sin decir nada, actitud que mantuvo durante toda la proyección, aunque en más de una ocasión tuvo que reprimir algún que otro grito de sorpresa.

La grabación no era un día de playa ni una excursión al campo, sino algo mucho más duro y difícil de digerir. Era una larga serie —cerca de dos horas— de grabaciones varias hechas por la resistencia durante los más de dos años de contienda con los Flang. Muchas escenas eran de batallas, pero la mayor parte reflejaban, de forma pirata y arriesgada, las barbaridades que los Flang cometían contra los humanos más desfavorecidos. Como si fuera el protagonista de “La naranja mecánica”, Luis tuvo que aguantar las dos horas de película, dura como pocas, sin rechistar. En cuanto se acabó y Belfort hubo encendido ya las luces, Luis tenía muy claro lo que iba a hacer: iba a mandar a los Flang al otro barrio, aunque eso implicara la destrucción de todo el mundo conocido.

—De acuerdo, ¿cuál es el plan? —dijo Luis con la voz entrecortada, por el enfado y unas incipientes lágrimas que trataba de evitar.

—Es muy sencillo —respondió Belfort—. Conservo parte del material con el que pensaba comerciar con los Flang, y eso debería bastarte para entrar en una ciudad. De mis amigos comerciantes me encargo yo. Les he hecho ganar mucho y viven de una manera bastante desahogada desde que me conocen, así que no creo que me pongan pegas cuando les diga que mi hermano pequeño quiere unirse a ellos. No deberás contar a nadie la verdadera naturaleza de tus intenciones, sospecho que algunos pueden ser colaboracionistas. Y por cierto, hermano pequeño, aún no sé como te llamas.

—Me llamo Luis Heredia.

—¿Heredia? ¿Eres hijo de Roberto Heredia? Pues sí que me puedo creer que tengas dinero. Pero bueno, eso ahora importa más bien poco. Sigamos con el plan. Lo único que debes hacer en cuanto te infiltres en mi gremio de comerciantes es ir a hacer una entrega. Por lo general, a nadie le gustan los dolores de cabeza que provocan las bacterias de los Flang, por lo que siempre envían a los novatos. De todos modos, tú ofrécete para hacer la entrega, que nadie te dirá que no. Como los Flang podrían llegar a detectar la radiación de una bomba grande, he tenido que preparar una versión más pequeña, que sólo contiene una tercera parte del material radiactivo contenido en una célula de energía Flang. Para que la explosión tenga el efecto devastador que espero, deberás detonar la bomba junto a una nave o, mejor aún, colocarla dentro de una. Supongo que los Flang no serán tan estúpidos como para dejar las naves abiertas, por lo que deberás acercarte más. Hazlo con mucho cuidado, sé de muchos que han muerto por sólo estornudar junto a las naves.

No hay comentarios: