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martes, abril 25, 2006

No es por criticar, pero hay cosas que claman al cielo

Esta mañana, cuando me disponía a coger el metro en mi ciudad (Bilbao) como cada mañana, una amable señorita me ha dado uno de esos panfletos que tan habitualmente nos encasquetan y que suelen terminar en la primera papelera de la estación. Para mi sorpresa, no se trataba de la habitual oferta financiera o la nueva tienda de los alrededores, sino de una pequeña colección de seis relatos cortos para leer durante el trayecto, como conmemoración (nunca es tarde si la dicha es buena) del día del libro.

No voy a escribir una disertación sobre por qué deberían hacer eso todos los días y no sólo cuando se acercan fechas señaladas (eso sería fácilmente buen material para otro artículo), sino sobre un detalle que me ha llamado poderosamente la atención y sobre el que no puedo dejar de hablar. Antes de que los afectados por mis próximas palabras se rasguen las vestiduras o entonen un "¿y este tipo quién es para criticarnos?", quiero dejar claro que mi intención no es desprestigiar a nadie, sino dar un pequeño tirón de orejas a quien sea responsable de lo que voy a explicar.

El caso es que he empezado a leer las historias con gran interés, hasta que he dado con una escrita por un paisano de Bilbao, conocido escritor de novela negra llamada José Javier Abasolo. Hasta el momento en que he leído su historia, que en líneas generales es interesante, había estado leyendo a buen ritmo, el cual se ha visto frenado en varios puntos del mencionado relato. Lo más significativo de la situación es que la historia en sí no resultaba árida, pero sí (y mucho por momentos) la redacción de la misma. Me he visto de repente sorprendido por un texto que, en algunos de sus párrafos, evidenciaba una preocupante escasez de comas, que obligaban a echar la vista atrás en ocasiones, para tratar de entender ese último párrafo escrito sin pausas. Yo puedo entender que un relato tan breve como ese (para quien lo quiera conocer, lo reproduzco al final del artículo) se puede llegar a escribir con rapidez y es susceptible de tener lagunas en la historia o hechos que se suceden con demasiada precipitación, pero no acierto a entender cómo puede pasar a estado impreso un relato que no resiste ni la primera revisión, aunque sólo sea por las comas. No voy a hablar del estilo del resto del texto, que me ha parecido correcto, pero sigo sin entender el banquete que el autor (o quien haya corregido el texto antes de su publicación) se ha dado con los signos de puntuación.

En fin, que lo que peor me sienta, aparte de haber lidiado con un relato breve más árido de lo que debería, es ver cómo a mucha gente (entre la que me incluyo) se le rechazan relatos revisados decenas de veces (en ocasiones tantas como intentos de publicación distintos), mientras esos mismos editores no dudan luego en editar a los autores conocidos o consagrados sin molestarse en corregir los textos o por lo menos ver si están ya corregidos. Alguien dijo una vez que hay autores que serían capaces de hacer un best-seller de su lista de la compra y es triste ver lo cerca de la realidad que esa afirmación se encuentra. No sé si esta reflexión debería ser tenida en cuenta por los editores, los autores, los correctores o todo el mundo en general, pero, como decía cierto personaje famoso en un libro no menos famoso: "Quien tenga oídos para oír, que oiga".

A continuación, paso a reproducir el relato en cuestión, tal y como ha sido publicado en el mencionado panfletillo, sin cambiar nada. He revisado el librillo al completo y no he visto ninguna prohibición expresa de reproducción, así que supongo que no estoy infringiendo las leyes de derechos de autor ni nada parecido. Si el autor o alguien relacionado con la obra lee este artículo y considera vulnerados sus derechos, que deje un comentario o me mande un e-mail a jorge.urreta@hotmail.com con las razones por las que deba retirar el artículo y lo haré gustosamente.

El asesino de la rosa negra

- José Javier Abasolo -


Ni en sus mejores sueños cinéfilos la inspectora Isabel Altube podría haberse imaginado que algún día llegaría a conocer a su ídolo, el director de cine español más premiado de los últimos tiempo, Laureano Fuentes. Pero tampoco sus peores pesadillas le habían avisado de la forma en que acabarían conociéndose.

Todo empezó con el estreno de la última película de Fuentes, en la que cambiando valientemente de registro, como afirmaron prácticamente la totalidad de los comentaristas, se había acercado con pulso firme y decidido al género negro. Era su primera película policíaca y pese a que sus detractores, que también los tenía, habían pronosticado que se estrellaría en el intento, no sólo no ocurrió así sino que todos los críticos tuvieron que reconocer no sólo su pericia como director sino su valentía y su acercamiento a la realidad desde el campo de la ficción, ya que el guión se basaba en unos crímenes reales que todavía seguían sumiendo en el desconcierto a la policía y en la intranquilidad a los ciudadanos.

El asesino de la rosa negra, su última película no sólo era un hermoso título para una brillante película, sino el apodo que los periodistas habían puesto a un misterioso criminal que había violado y asesinado a siete jóvenes y que tras perpetrar sus atrocidades dejaba entre los pechos ya inertes de sus víctimas una rosa teñida de color negro. En todos los periódicos del país se habían escrito cientos de páginas acerca no sólo de del caso sino también de la ineficacia de unas fuerzas policiales que meses después de que se iniciara la serie de crímenes seguían sin tener la menor pista. Era inevitable que llegara la película aunque nadie se hubiera imaginado que lo haría de la mano de Laureano Fuentes, un director de culto alejado normalmente de los círculos comerciales que acostumbraba a escribir en solitario el guión de sus películas.

El éxito fue total desde el mismo día del estreno. Gracias a El asesino de la rosa negra Laureano Fuentes, además de consolidarse como el mejor director español de todos los tiempos, se convirtió en el fenómeno mediático más importante del país. Hasta que la inspectora Isabel Altube, a la que por deformación profesional no le gustaba el cine de género negro, bastante crímenes veía todos los días como para solazarse con los inventados por guionistas de mente calenturienta, dejó de lado sus escrúpulos y decidió ver la última obra de su director preferido.

La película no la decepcionó ya que, como había aclamado la crítica y por una vez en la vida la crítica y el público opinaban igual, se trataba de una verdadera obra maestra pero a pesar de ello la inspectora salió de la sala completamente desazonada, con un extraño presentimiento. No quería precipitarse así que en lugar de tomarse un par de cervezas, como hacía siempre tras haber visto una buena película, se dirigió a la comisaría, a revisar los antecedentes de ese caso que había sido sepultado bajo la etiqueta de "autor o autores desconocidos". Los archivos le confirmaron lo que había sospechado. Lo que había visto en la sala cinematográfica era algo más que una película más, era una confesión en toda regla. Fuentes había incluido escenas, aspectos de la trama que eran auténticos pero nunca habían salido a la luz, tan auténticos que sólo podía conocerlos el auténtico asesino. No le fue difícil obtener otro tipo de confesión, una confesión más válida para presentar ante un juez. Laureano Fuentes había querido unir la realidad y el arte y eso fue lo que, según sus propias palabras, le convirtió en un asesino.

Sabía que seguramente sería su última oportunidad así que Isabel, antes de introducirle esposado en el furgón policial, le pidió que le firmara un autógrafo.

P.D.: Aparte de lo que decía de las comas comidas, creo que alguien debería decirle al autor que no abuse de la construcción "no sólo / sino", que tanto repite en la primera parte del relato.

lunes, abril 17, 2006

Capítulo 4 (y último)

Llegamos por fin a la conclusión de la historia, que en cuanto termine de subir al blog, subiré también a yoescribo.com, para aquellos que prefieran tenerla toda junta y en pdf. En yoescribo.com tardará un tiempo en aparecer, ya que tardán entre una y dos semanas en maquetar las historias que se les envían. De todos modos, aquí va el capítulo, para los que hayáis seguido la historia desde el principio. Espero vuestros
comentarios.




INVASIÓN (CAPÍTULO 4)

—No hace falta que te levantes —dijo Belfort en cuanto se dio cuenta de que Luis le había reconocido—, mejor que descanses.

—¿Qué coño ha pasado aquí? —preguntó Luis, entre sorprendido y asustado. No sólo no sabía qué hacía ahí encerrado, sino que además algo no encajaba si Belfort estaba allí.

—¿Recuerdas que te dije que sospechaba que algunos de los comerciantes eran colaboracionistas? Pues creo que olvidé mencionarte que yo sí lo era. Ya sabes, piensa el ladrón que todos son de sus condición.

—¿Colaboracionista? Yo diría traidor —exclamó un airando Luis—. ¿Qué te han prometido? Déjame adivinar, te dejan vivir tranquilo si tú les ayudas a descubrir a posibles traidores, ¿no?

—Me parece que has visto demasiadas películas de ciencia-ficción. Hay una cosa en la que no te mentí: sí que soy un comerciante.

—Entonces, ¿me vas a explicar esto? ¿No se suponía que íbamos a comerciar con un montón de cajas de Coca Cola? ¿Se puede saber qué estoy haciendo aquí? ¿Me van a torturar o acaso me quieren matar?

—Bueno, supongo que con el tiempo que te queda no hay sentido en que te oculte la verdad. Ahora sí que me parece que estarás mejor sentado. Historias así es mejor escucharlas cómodamente.

—¿Vas a dejar el misterio de una puñetera vez? Si voy a morir, quiero saber por qué.

—Vale, no pasa nada, nos sobra tiempo, que tengo buena mano con nuestros amigos los extraterrestres. No olvides que eres un privilegiado, de hecho, creo que eres el primero que va a conocer esta historia antes de morir.

—¡Basta! —gritó Luis, ya desesperado— ¡Dímelo ya de una puñetera vez!

—Bien, al grano. Como ya te he dicho, sí que soy comerciante, pero en realidad nunca he comerciado con Coca Cola, ni yo ni nadie. ¿Qué crees que podrían necesitar de nosotros unos alienígenas con una tecnología tan avanzada?¿Tornillos? ¿Gasolina? ¿Coca Cola? Algunos sois tan ilusos que me hacéis hasta gracia. Sorpresa, estos tipos no necesitan nada de nuestra patética tecnología, pero eso no quiere decir que no necesiten nada de nosotros. Por si aún no lo has deducido por ti mismo, te voy a dar un ejemplo para que lo entiendas. En este planeta, éramos la especie dominante y lo aprovechábamos comiendo pollos, cerdos, vacas y demás especies animales. Pues, para resumirlo en pocas palabras, ahora hay una nueva especie dominante en el planeta.

—¿Qué?

—Vamos a ver, ¿necesitas que te lo deletree? Venga, te lo voy a poner aún más fácil: si quieres, desde ahora te puedo llamar filete. Seguro que en toda tu vida nadie te ha llamado así.

—¡Maldito hijo de puta! —gritó Luis entre incontrolables llantos— ¿Cómo puedes hacer algo así? Retiro, lo dicho, no eres un traidor. Eres algo peor, pero no creo que aún se haya inventando la palabra para definirlo.

—Me gusta ver que todavía tienes espíritu combativo. Yo solía ser así, pero la guerra me cambió. Yo era soldado y estuve siempre en primera línea de fuego. Te puedo asegurar que después de ver morir cientos de compañeros en el campo de batalla, dejas de pensar en la victoria, tu país y todas las arengas patrióticas que hayas podido escuchar a tus mandos. No tardas en cambiar tus prioridades y ponerte por delante de todo y todos, y en poco tiempo, la supervivencia se convierte en objetivo prioritario. Yo fui hecho prisionero durante los primeros meses de contienda, cuando los Flang todavía estaban interesados en saber cosas sobre nosotros, y tuve la suerte de formar parte de un grupo al que respetaron bastante. Debido a eso, fui testigo de muchas atrocidades contra los demás humanos y descubrí también que nuestra carne les gustaba. Pasar de prisionero a mayorista cárnico para los Flang fue, a mi entender, un paso bastante lógico.

—¿Y para qué te iban a necesitar? —preguntó Luis, que había dejado ya de llorar—. Les he visto luchar desde que llegaron y he visto su potencial. Podrían ir a por nosotros cuando quisieran. ¿Para qué depender de traidores humanos para conseguir su alimento?

—Digamos que durante mi internamiento como prisionero también descubrí otro de sus pequeños secretos. Si dices que les has visto luchar, supongo que también habrás visto los aparatosos uniformes que usan. Pensábamos que eran un medio de protección, pero eran algo más: estos tipos no pueden respirar nuestro aire. Esa es precisamente la razón de que sus ciudades tengan una microatmósfera creada a imagen de la de su planeta. Por lo que puede averiguar, están tratando de transformar toda la atmósfera de la Tierra, pero van a necesitar mucho tiempo. Como puedes imaginar, compré mi libertad a cambio de un suministro continuo de carne y de guardar el secreto.

—Lo dicho, más que traidor. ¿Tenías información que podía llevar a la derrota de los Flang y la ocultaste?

—Creo que ya te he explicado lo de la supervivencia, pero te lo volveré a explicar. Tengo mis prioridades muy claras y después de sufrir derrota tras derrota, uno llega a ver bastante claro que ni ese detalle nos hubiera salvado. En pocos meses estaríamos todos muertos, y eso no entraba en mis planes. Todavía soy muy joven para morir

—¿Y yo no? —preguntó Luis entre sollozos— ¿Acaso yo no soy también joven para morir?

—No te esfuerces por intentar ablandarme, hace mucho tiempo que aprendí a no encariñarme con nadie. Además, mi madre me enseñó de pequeño que no había que jugar con la comida.

—¿Qué?

—Venga, vamos a dejarlo, que ya me estoy cansando de tanta historia y tanta explicación. Perdóname el chiste fácil. Al grano. Hay una nueva especie dominante en el planeta y ahora nosotros somos una especie inferior. Por suerte, entre los inferiores aún hay clases. Estamos los que hemos sido capaces de hacernos necesarios para los Flang y los que para ellos no sois más que simple alimento gratis. Como ya te he explicado, ellos no pueden respirar nuestro aire y por eso crearon las microatmósferas que se respiran en sus ciudades. Dependen de gente como yo para conseguir su comida especial. Pueden sobrevivir a base de pollo, cerdo o ternera como nosotros, pero nosotros somos su plato favorito.

—¿Cómo puede alguien traicionar así a sus semejantes? —preguntó Luis que ya lloraba desconsoladamente—. ¿Cómo has podido llegar a ser tan hijo de puta?

—Ya me he cansado —respondió Belfort—, que se hace tarde y se acerca la hora de comer de los Flang. Si te sirve de consuelo, creo que vas a ser el plato fuerte de una comida muy importante. Creo que viene de visita uno de los más famosos generales de su ejército.

Belfort se acercó a una pared y pulsó un interruptor. De repente, las paredes que retenían a Luis comenzaron a destellar de forma extraña. Unos segundos después, innumerables rayos salieron de ellas y fueron a entrar en su cuerpo, tras lo que perdió el conocimiento.

FIN

martes, abril 11, 2006

Capítulo 3

Ya falta menos...

Este el tercero de cuatro capítulos. Como podréis comprobar es corto, más que el anterior. En principio había pensado publicarlo como un sólo capítulo y dejarlo en sólo tres, pero releyéndolo he decidio cortar a la mitad, en el momento más interesante. A veces soy un poco cruel, ¿verdad?

INVASIÓN. (CAPÍTULO 3)

Media hora más tarde, Luis salía de la vieja base militar con la misma mochila que había cogido antes, pero con un contenido ligeramente distinto. A las cosas que había recogido, Belfort había añadido su bomba, que tenía aspecto de botella de Coca Cola, bebida que parecía volver locos a los alienígenas. Le había dado también las llaves de un hangar, para que escogiera un coche de los allí aparcados, el que más le gustara. Con dicho coche, se acercaría a una dirección que le había entregado, donde se encontraría con los comerciantes, quienes, para cuando él llegara, ya estarían al tanto de que quería unirse a ellos y tenía un buen cargamento de Coca Cola. Suponía que seguramente, le estarían esperando con los brazos abiertos, como así fue al final. Sólo eran tres hombres, cuando él hubiera esperado un grupo más nutrido, aunque, teniendo en cuenta que su propia ciudad estaba desierta, no le pareció tan raro.

No hubo que esperar mucho a que llegara el día de la negociación. Nada más unirse a la primera reunión de su nuevo grupo de amigos, Luis fue informado de que al día siguiente, a primera hora y sin perder un minuto, se acercarían a la ciudad Flang más cercana, donde les estaban esperando. Le extrañó un poco la prisa que se estaban dando y que nadie le hiciera ninguna pregunta, pero imaginó que en un mundo tan duro, con la humanidad herida de muerte, la burocracia había dejado de tener sentido. Se limitó a asentir a todo y en cuanto pudo, propuso organizar una pequeña “fiesta”. Entre las cosas que llevaba encima, había una botella de ron, producto extremadamente difícil de encontrar y que no gustaba a los extraterrestres. Si iba a ser su última noche vivo y la de todo el planeta, quería olvidarse de todo y coger una buena cogorza. A sus compañeros les dijo que quería celebrar su buena suerte y el hecho de haber encontrado la botella, y estos no se quejaron. El alcohol era un artículo de lujo, y nadie en su sano juicio decía que no a una invitación.

Al día siguiente, se despertó con una resaca bastante importante, debido a que la fiesta se había alargado hasta altas horas de la madrugada. A pesar de todo, el dolor de cabeza no era muy fuerte. Aparte de eso, antes de entrar en la ciudad iba a tomar un par de pastillas para evitar las migrañas provocadas por las medidas defensivas de los Flang, lo que le llevaba a pensar que tal vez la resaca también desaparecería. De todos modos, al mundo conocido le quedaban pocas horas de vida, así que una resaca más o menos no podía ser algo tan importante.

Desayunaron algo rápido y se dirigieron a la ciudad, en cuya entrada les esperaba una pequeña avanzadilla de los Flang. Luis nunca se había enfrentado cara a cara con uno de ellos, excepto con alguna que otra imagen de televisión, y la experiencia le resultó mucho más chocante de lo que jamás había imaginado. A lo largo de su vida, había conocido personas con rostros inexpresivos, pero los de aquellos tipos, si se les podía llamar así, se llevaban la palma. Sus ojos, como en las películas, eran grandes, pero ni eso les libraba de no mostrar expresión alguna. Eran pelotas negras que no decían nada, ninguna emoción. Por no decir, no decían ni en qué dirección estaba mirando su dueño.

—Buenos días —dijo Luis en cuanto llegaron al punto exacto en el que los Flang les estaban esperando—. ¿Alguien ha pedido unas cajas de Coca Cola?

Nadie respondió, cosa que no le sorprendió. Había llegado a sus oídos el rumor de que los Flang, aparte de expresividad en los ojos, también carecían de sentido del humor. De todos modos, él estaba especialmente nervioso, situación que siempre trataba de apaciguar hablando hasta por los codos.

—Vaya, parece que estamos un poco dormidos hoy, ¿no? —dijo Luis tratando de sonreír lo más posible—. Está claro que os hace falta la Coca Cola. Pero no os la bebáis toda de golpe, que la cafeína es mala.

—Creo que no le he entendido —dijo uno de los alienígenas, con la misma falta de expresividad que sus ojos ya mostraban.

—Perdone a mi amigo —dijo uno de los comerciantes. Luis creía recordar que se llamaba Marcos, pero sus recuerdos de la noche anterior aún nadaban en ron—. Es nuevo y no creo que haya tenido nunca trato directo con ustedes.

—De acuerdo —dijo otro de los alienígenas—, eso no importa. Que pase cuanto antes. No tenemos tiempo que perder en charlas.

—Vale, vale, ahora entro —dijo Luis, caminando mientras seguía tratando de sonreír y hacer bromas—. Seguro que vosotros dos sois la alegría de todas las fiestas. Deberías probar esas Coca Colas mezcladas con vino o algún licor, seguro que se os alegría un poco más el carácter.

Con la misma alegría, Luis entró en la ciudad, dando la espalda al comité de recepción. Aprovechando esa situación, metió la mano en el bolsillo, sacó dos pastillas, que eran la forma de administrar la “medicina” que le libraría de las migrañas, y se las tomó, tras lo cual su vista sed nubló de repente.

Cuando se recuperó, su resaca había desaparecido, de la misma manera que él, que ya no estaba en la entrada de la ciudad. Se encontraba dentro de una especie de celda de cristal, o de un material muy similar. Su primera idea fue golpear las paredes con todas sus fuerzas, pero estaba claro que aquel material no era cristal, aunque lo pareciera. A pesar de ser transparente, era también duro como el acero, con lo que sólo consiguió dañarse un pie y una mano, tras lo que decidió desistir y observar a su alrededor, para ver si era capaz de descubrir dónde estaba y por qué, aunque no tuvo mucho tiempo. Antes de que tuviera oportunidad de ponerse al día, se abrió una puerta. El sitio no estaba muy iluminado, por lo que Luis no podía ver nada a más de dos metros de distancia, y menos a los cinco o seis que le separaban de la puerta. Sólo podía ver una silueta que se acercaba, aunque no tardó demasiado tiempo en ver quién era. Se trataba de su viejo amigo Belfort, que había abandonado la bata blanca y ya no se movía entre tubos de ensayo en un viejo laboratorio militar.

viernes, abril 07, 2006

Capítulo 2

Después de unos días de espera, y confiando en que el primer capítulo haya gustado y haya llegado a mucha gente, he aquí la segunda parte. Tengo ya claro que van a ser cuatro capítulos, e iré espaciando los otros dos a lo largo de los próximos días, que quiero que a todos os dé tiempo a leerlos. Pues nada más, pasemos ya al capítulo de hoy


INVASIÓN (CAPÍTULO 2)

Pensando en el pasado y en cómo eran las cosas antes de la llegada de los Flang, Luis comprobó que sus pies le habían llevado hasta los aledaños de lo que en tiempos mejores era una base militar americana. A esas alturas ya no era más que un edificio en ruinas, del que nadie sabía cómo no se había caído aún del todo. Luis atribuyó el “milagro” al blindaje o tal vez sólo a la casualidad. De hecho, era extraño encontrar en pie construcciones tan altas como esa. En la era “post-Flang” lo más habitual era encontrar chozas baratas y mal construidas, por lo general por gente que apenas tenía con qué sobrevivir.

Llevado por una curiosidad un tanto morbosa, Luis decidió adentrarse en las instalaciones de la base, que carecían ya de puertas, verjas o cualquier otra medida disuasoria que impidiera entrar a quien quisiera. Siempre había vivido muy cerca de la base y apenas se había preocupado de mirarla un par de veces desde lejos, así que supuso que nada podía pasar si entraba y echaba un vistazo. Total, si el edificio se caía o alguna nave Flang despistada decidía terminar de destrozarlo, casi sería mejor para él. La pesadilla habría acabado.

Como ya esperaba, la entrada no presentaba ninguna medida de seguridad. Los animales de compañía escaseaban en aquellos tiempos, así que tampoco encontró “vigilancia animal”. Todo estaba justo cómo esperaba, deshecho o simplemente olvidado y con una gran capa de polvo. Los supervivientes de la zona habían hecho su agosto en la zona y no habían dejado ni las grapadoras. Poco había que ver, salvo alguna que otra rata, que eran de los pocos animales que aún se veían por doquier, y unas pocas máquinas que seguían funcionando, aunque todas estaban esperando que alguien pulsara un botón, moviera una palanca o tecleara algo. Luis pensó en salir sin más de allí y no seguir adelante, pero su curiosidad pudo con él. Ese complejo militar tenía seis edificios, y ninguno de ellos era pequeño. Además, ya no contaba con el dinero de su familia, en otros tiempos bastante adinerada, ni un banco al que pedir préstamos, por lo que se había visto obligado a sobrevivir dependiendo de la suerte y de si conseguía encontrar objetos abandonados, o comida olvidada en la nevera de alguien que hubiera dejado de existir. No tenía nada mejor que hacer, por lo que decidió seguir curioseando.

Al cabo de un par de horas había hecho ya un buen botín. Había cogido una gran mochila, seguramente olvidada por un soldado que no tuvo tiempo para huir o que huyó antes de no tener tiempo para hacerlo, y la había ido llenando con todos los objetos mínimamente interesantes que había ido encontrando. No era como para pensar en hacerse rico, pero sí para sobrevivir durante unos pocos meses. Alguno de los objetos que había encontrado eran muy escasos en la sociedad humana de posguerra, lo que le aseguraba hacer buen negocio. Los negocios entre humanos estaban prohibidos, y estaban obligados a tratar siempre con los Flang, aunque por mucho menos dinero. Llevaba consigo objetos muy valorados y en gran cantidad, así que decidió que era hora de volver a casa, o lo poco que aún quedaba de ella, y esconder el botín. Aún estaba recreándose en su suerte y su desbordada mochila, cuando oyó un extraño ruido en que hasta el momento no había reparado. Parecía provenir del piso superior, en el que suponía que no podía haber nadie. Había intentado acceder antes a ese piso, pero se había encontrado con que la escalera estaba totalmente destruida y que el ascensor no parecía funcionar. Por un momento, pensó en olvidar todo y seguir con el plan, pero la curiosidad pudo otra vez con él y no pudo evitar el impulso de buscar otra forma de acceder al piso superior.

—No te molestes en buscar otra escalera —dijo una voz proveniente del piso superior—, están todas destrozadas. El ascensor funciona, pero vas a necesitar una tarjeta de acceso. Parece que estos militares eran muy buenos poniendo medidas de seguridad y los ascensores son de las pocas cosas que han permanecido intactas. Espera ahí, que te lanzo mi tarjeta.

Luis miró arriba y pudo ver que la voz pertenecía a un hombre, de unos cuarenta años, que vestía una bata blanca y llevaba un portafolios en la mano. El hombre metió la mano en un bolsillo y sacó una tarjeta que lanzó hacía donde él se encontraba. Luis dejó la mochila en el suelo, agarró la tarjeta al vuelo y se dirigió al ascensor sin pensar. La curiosidad era ya insoportable. El ascensor tardó unos pocos segundos en subir, y Luis pudo encontrarse de frente con el misterioso personaje, que de cerca presentaba un aspecto bastante lamentable.

—¿Quién es usted? —dijo Luis.

—Me llamo Ricardo Belfort—dijo el hombre misterioso—. Trabajaba aquí como médico e investigador.

—Entonces, ¿también ha venido a ver si encontraba alguna cosilla aprovechable? Yo he encontrado unas cuantas cosas que me van a dar de comer durante un par de meses por lo menos.

—Te equivocas, amigo —dijo Belfort—, yo sigo trabajando aquí.

—¿Qué? Hace meses que nadie trabaja aquí, eso lo sabe todo el mundo.

—Bueno, todo el mundo no lo sabe. Aunque si te digo la verdad, me preocupaba más que no se enteraran esos que no son de este mundo.

—¿Qué?

—Los Flang, atontado, los Flang, que parece que sólo sepas poner cara de tonto. Llevo trabajando desde el principio de la guerra, buscando una manera de derrotar a esos cabrones, y creo que por fin hemos dado con ella.

—¿Qué?

—Oye, ¿tienes alguna otra palabra en tu vocabulario? Ya me estoy cansando de oírte preguntar siempre lo mismo.

—Vale, de acuerdo, pero no me negarás que suena tan inverosímil como aquellos mensajes piratas que la resistencia metía en televisión. Siempre decían que tenían el arma definitiva o que la victoria estaba cerca. Hasta entonces, nunca había oído la expresión “supremacía humana”, y te puedo asegurar que llegué a cansarme de oírla tantas veces.

—¿Y si te dijera que esta vez es la definitiva? ¿Y si te dijera que ahora podríamos eliminar a los Flang de un plumazo?

—Te diría que ya estás tardando en hacerlo. Si es verdad que tienes la solución para eliminar a los Flang, ¿por qué no se ha puesto todavía en práctica?

—Porque es difícil, amigo, muy difícil. Posiblemente la decisión más dura que ningún humano haya tenido que tomar jamás.

—¿Y eso por qué? ¿Acaso hay que destruir el planeta entero para poder destruirlos?

—Precisamente eso.

—¡Tú estás loco! —exclamó Luis con cara de sorpresa.

—Ojalá fuera así, pero no puedo mentir. Deja que te ponga en antecedentes. Al principio de la guerra, cuando aún no era una guerra de guerrillas y todos los ejércitos del mundo trataban de plantar cara a los invasores, me encargaron buscar su punto débil. Al principio contaba con un equipo de treinta personas, de las que ya sólo quedo yo. Durante todo el tiempo, la investigación se mantuvo en secreto, lo que nos libró de ingerencias por parte del enemigo o de la opinión pública humana, que sólo nos hubiera retrasado. Durante los primeros meses, cuando nuestros ejércitos todavía eran capaces de plantar cara, se logró, con mucha suerte, capturar uno de los pequeños cazas Flang, y nos encomendaron la tarea de averiguar todo lo que pudiéramos sobre él, aunque la prioridad era descubrir cómo destruirlos. Intentamos de todo, pero ningún material de la Tierra parecía afectarle, y colarse en sus ordenadores para inocular un virus informático en el sistema era una opción que dejábamos para las películas. Al final, cuando ya estábamos completamente desesperados, se decidió tirar la casa por la ventana y someter la nave a una explosión nuclear. Como en tiempos pasados, se escogió un pequeño archipiélago formado por tres islas deshabitadas y colocamos allí la nave y una bomba de varios megatones.

—¿Y qué paso? —interrumpió Luis.

—¿Te puedes creer que la jodida nave resistió la explosión? Al principio nos quedamos anonadados y no hacíamos más que tirarnos de los pelos, pero en poco tiempo, la situación cambió. Nada más descontaminar la nave, empezamos a estudiarla de nuevo y vimos que la estructura se había debilitado. No lo suficiente para destruirla, pero sí para hacer unos pocos rasguños. Nuestras siguientes órdenes fueron calcular la magnitud de la explosión que haría falta para destruir esa nave. Lo malo fue que descubrimos que una explosión así no sólo destruiría la flota Flang, sino que también reduciría el planeta a polvo cósmico. Para conseguir la potencia necesaria, tendríamos que juntar el uranio enriquecido de nuestras bombas con las células de energía de una nave Flang, que tienen gran potencia. Por suerte, el blindaje de la nave que intentamos destruir nos libro de comprobar este hecho antes de tiempo, aunque debo reconocer que ahora eso da igual.

—Entonces supongo que el plan se paralizaría, ¿no? —preguntó Luis.

—Me gustaría decirte que así fue, pero no te voy a mentir. Al principio, se decidió aparcar el tema y parecía que no se iba a usar la información que habíamos obtenido, pero hacia el final de la guerra, cuando ya dábamos todo por perdido, se decidió seguir adelante. Como diría un marido celoso, “si el planeta no podía ser nuestro, no sería de nadie”.

—Venga, ya está, ya hemos jugado bastante. Si no fuera por todo lo que ha pasado en los últimos años, ahora mismo te preguntaría dónde está la cámara oculta y cuándo voy a salir en televisión.

—No es ninguna broma. Créeme, nada me gustaría más que poder decirte que era todo mentira o un simple chiste. Es más, necesito tu ayuda. Necesito que alguien haga de terrorista suicida, y estoy desesperado.

—Sí hombre, en eso estaba pensando yo precisamente. ¿Y se puede saber por qué no lo haces tú mismo?

—Ojalá pudiera, no dudes que lo haría. Esa es la segunda parte de la investigación y la que a mí, como médico titulado, me correspondía. Además de buscar maneras de derrotar a los Flang en su propio terreno, también nos encargaron dar con un sistema para hacer frente a sus armas bacteriológicas.

—He oído hablar de eso. Pero me han dicho que no es nada y que sólo producen algo de dolor de cabeza. ¿Para qué tanto tío entonces?

—Porque no es sólo un simple dolor de cabeza. Los Flang son grandes expertos en todas las ramas de la ciencia y no tardaron mucho en mejorar nuestras técnicas. Al principio de la guerra, nos dimos cuenta de que ellos no estaban familiarizados con la guerra bacteriológica, por lo que se decidió usar ese conocimiento en nuestro provecho. Buscamos con ahínco cualquier virus, bacteria o sustancia química inocua para nosotros y que pudiera derrotar a los Flang, pero no fuimos capaces de dar con nada que les provocara más que un simple resfriado. Por desgracia, ellos fueron observando y aprendiendo, y no pasó mucho tiempo antes de que tuvieran éxito en lo que nosotros habíamos fracasado. Se dedicaron al cultivo bacteriológico de unos microorganismos que se encuentran en sus cuerpos, de una forma muy similar a nuestra “flora intestinal”. Hicieron varias pruebas y descubrieron que para nosotros eran mortales de forma fulminante, así que decidieron “suavizarlas” un poco. Las modificaron genéticamente y lograron que no fueran tan mortales. Una exposición breve, de no mucho más de una hora, te deja un fuerte dolor de cabeza que dura un tiempo, pero una exposición más prolongada es mortal de necesidad, aparte de ser una muerte lenta y dolorosa.

—Bien, pero sigues sin responder a mí pregunta de antes. Si tienes un remedio contra las armas bacteriológicas de los Flang, ¿cómo es que no vas tú mismo en persona Si todos vamos a morir cuando tu bomba estalle, ¿qué más da si vas tú?

—Deja que te lo explique. Durante bastante tiempo, la investigación fue rápida y bastante exitosa. Teníamos un montón de cobayas, entre todo tipo de animales domésticos y de laboratorio, pero no duraron mucho. Supongo que estarás al tanto de que apenas quedan ya animales de compañía en el planeta, entre los que murieron a manos de los Flang, que ni se molestaron en averiguar si eran peligrosos para ellos antes de matarlos, y los que terminaron perecieron de hambre o porque ya no eran capaces de valerse por sí mismos. Cuando ya era casi imposible continuar las pruebas con animales, decidí que pasaría directamente a probar mis experimentos con humanos. Mis compañeros ya habían muerto o desaparecido a causa de la guerra, así que sólo quedaba yo para hacer de cobaya humana, aparte de que no quería implicar a nadie más. Las primeras pruebas fueron prometedoras, pero no suficientes. Gracias a que aquí todavía quedaba material muy interesante, logré infiltrarme en una sociedad que comerciaba con los Flang y pude entrar en una de sus ciudades, protegida por una especie de microatmósfera dominada por las jodidas bacterias estas. Mi remedio, que se administra en forma de pastillas, funcionó, pero no como yo hubiera deseado. El dolor de cabeza apareció, no tan intenso como en el caso de un humano no tratado, y sólo duro un día. Estaba en el buen camino, así que seguí probando. Hace un par de meses estaba ya a punto de conseguir dar con la dosis perfecta de principios activos, pero tuve que dejarlo, después de que estuve a punto de morir tras mi última prueba. Mi cuerpo no puede admitir más productos químicos, como si estuviera al borde de la sobredosis. De hecho, me estoy muriendo poco a poco, y no creo que dure mucho más. Calculo que no duraré más de medio año.

—Genial, y supongo que pretenderás que yo me tome un cóctel de pastillas que podría matarme, ¿no?

—No, eso no pasará. Yo tuve que abusar de las pastillas para probar su eficacia y por eso estoy así, pero eso no te pasará a ti. Estoy seguro de que estas pastillas son las definitivas.

—Llámalo intuición, pero creo estar entendiendo que no has probado esas pastillas in situ, ¿no?

—Como comprenderás, las convulsiones causadas por la sobredosis no me dieron muchas oportunidades de andar para ir a una ciudad Flang. Pero estoy seguro de que tienen que funcionar.

—No sé, no lo veo nada claro. Yo nunca he sido un héroe y gracias a eso he llegado hasta aquí. He logrado sobrevivir a los Flang volando por debajo del radar y no dejando que me vieran, y no creo que esta sea una buena idea.

—¿Volando debajo del radar? ¿Y eso cómo? No creo que exista nadie que haya podido hacer algo así, con tanto control por parte de los Flang.

—¿Control? ¿Qué control?

—Pues cuál va a ser, este —dijo Belfort mientras levantaba la manga derecha de su bata y dejaba ver una pequeña herida—. Desde que todos tenemos implantado este maldito chip, no hay nadie que no esté controlado.

—Te equivocas —respondió Luis mientras él se levantaba también la manga—, yo no lo estoy

—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Belfort mientras observaba con sorpresa el brazo del Luis.

—Digamos que he tenido suerte. Mi familia siempre tuvo un gran patrimonio, lo que nos permitió gozar siempre de unas cuantas excentricidades. Mi padre siempre estuvo obsesionado con las guerras, y sobre todo con la amenaza nuclear, lo que le llevó a construir un gran refugio nuclear, que sólo él y sus más allegados conocíamos. He pasado el último año y medio encerrado en el refugio y estoy seguro de que los Flang no tienen conocimiento de su existencia. Mi padre pagó mucho dinero a quien lo construyó para que nadie conociera la ubicación del refugio o que existía. Hoy mismo he decidido salir por primera vez. Sabía que la mitad del país está deshabitado, y no creía que pudiera encontrar a nadie, humano o Flang.

—¿Pero no te das cuenta? ¿No ves que eres la persona perfecta para entrar en una ciudad Flang?

—Seguro, y moriría en cuanto alguien comprobara mi chip. La muerte más rápida de la historia.

—Eso déjalo en mis manos. Creo que puedo extraer mi chip y ponerlo en tu brazo. Los Flang confían tanto en la infalibilidad de sus chips que no guardan registros de la gente que va a sus ciudades ni imágenes u otros detalles que identifiquen a cada humano y no estén en el propio chip. Podrías ponerte le chip de una rubia sueca estudiante de intercambio y no se darían cuenta.

—Sigo sin verlo claro. Como cualquiera, deseo que los Flang nos dejen en paz, pero no sé qué pensar. Me ha ido muy bien usando la táctica del avestruz y no me apetece asomar la cabeza para que alguien me la corte.

—Tú sígueme, que creo que tengo algo que puede hacerte cambiar de opinión.

Belfort empezó a andar y Luis le siguió sin hacer preguntas. Le siguió por varios pasillos hasta que llegaron a una sala pequeña, que en tiempos mejores debió de ser una sala de reuniones, ya que contaba con un proyector y una gran pantalla blanca, además de unas cuantas sillas y una mesa, en la que había una máquina de café tan mohosa que se notaba que llevaba años sin usarse. Belfort rebuscó en una estantería, mientras Luis se apoyaba en el marco de la puerta, hasta que se giró con una cinta de vídeo en la mano.

—¿Ahora nos vamos a poner a ver películas antiguas? —dijo Luis sonriendo— ¿Algunas vacaciones familiares?

—Siéntate —respondió Belfort de forma inexpresiva, mientras clavaba una mirada de reproche en los ojos de Luis—. Lo que vas a ver es verídico y muy serio. No es ningún chiste.

Luis hizo lo que le decían y se sentó sin decir nada, actitud que mantuvo durante toda la proyección, aunque en más de una ocasión tuvo que reprimir algún que otro grito de sorpresa.

La grabación no era un día de playa ni una excursión al campo, sino algo mucho más duro y difícil de digerir. Era una larga serie —cerca de dos horas— de grabaciones varias hechas por la resistencia durante los más de dos años de contienda con los Flang. Muchas escenas eran de batallas, pero la mayor parte reflejaban, de forma pirata y arriesgada, las barbaridades que los Flang cometían contra los humanos más desfavorecidos. Como si fuera el protagonista de “La naranja mecánica”, Luis tuvo que aguantar las dos horas de película, dura como pocas, sin rechistar. En cuanto se acabó y Belfort hubo encendido ya las luces, Luis tenía muy claro lo que iba a hacer: iba a mandar a los Flang al otro barrio, aunque eso implicara la destrucción de todo el mundo conocido.

—De acuerdo, ¿cuál es el plan? —dijo Luis con la voz entrecortada, por el enfado y unas incipientes lágrimas que trataba de evitar.

—Es muy sencillo —respondió Belfort—. Conservo parte del material con el que pensaba comerciar con los Flang, y eso debería bastarte para entrar en una ciudad. De mis amigos comerciantes me encargo yo. Les he hecho ganar mucho y viven de una manera bastante desahogada desde que me conocen, así que no creo que me pongan pegas cuando les diga que mi hermano pequeño quiere unirse a ellos. No deberás contar a nadie la verdadera naturaleza de tus intenciones, sospecho que algunos pueden ser colaboracionistas. Y por cierto, hermano pequeño, aún no sé como te llamas.

—Me llamo Luis Heredia.

—¿Heredia? ¿Eres hijo de Roberto Heredia? Pues sí que me puedo creer que tengas dinero. Pero bueno, eso ahora importa más bien poco. Sigamos con el plan. Lo único que debes hacer en cuanto te infiltres en mi gremio de comerciantes es ir a hacer una entrega. Por lo general, a nadie le gustan los dolores de cabeza que provocan las bacterias de los Flang, por lo que siempre envían a los novatos. De todos modos, tú ofrécete para hacer la entrega, que nadie te dirá que no. Como los Flang podrían llegar a detectar la radiación de una bomba grande, he tenido que preparar una versión más pequeña, que sólo contiene una tercera parte del material radiactivo contenido en una célula de energía Flang. Para que la explosión tenga el efecto devastador que espero, deberás detonar la bomba junto a una nave o, mejor aún, colocarla dentro de una. Supongo que los Flang no serán tan estúpidos como para dejar las naves abiertas, por lo que deberás acercarte más. Hazlo con mucho cuidado, sé de muchos que han muerto por sólo estornudar junto a las naves.

sábado, abril 01, 2006

Capítulo 1

Al final he decidido publicar por capítulos la historia de la que os hable. Hay dos razones para ello: la primera, que ha resultado ser más larga de lo que en principio había pensado; la segunda, que aún estoy puliendo el último capítulo. La historia saldrá aquí en primicia, en tres o cuatro partes y cuando esté completa, aparecerá también en yoescribo.com. Espero que os guste. Si veis algun fallo, no dudéis en señalarlo. Tened en cuenta que la empecé hace exactamente siete días y estoy seguro que no está tan pulida como otras que he escrito otras veces. Bueno, voya dejar de enrollarme, que es hora de pasar a la historia. Para los que no hayáis leído mi último mensaje o lo hayáis olvidado, es una historia de ciencia-ficción




INVASIÓN

Había pasado ya un mes desde el final de la guerra, y Luis se sabía ya único superviviente de su ciudad. Le había bastado una semana de paseos para llegar a esa conclusión, tras no haber encontrado a nadie, ni siquiera cadáveres. Este último detalle resultaba bastante intrigante, pero supuso que sería la consecuencia de librar una dura batalla con una raza extraterrestre tan meticulosa como los Flang. Suerte que él tenía un buen escondite.

Todo había empezado trece años antes, con un extraño mensaje captado por la NASA. Según los científicos más eminentes del planeta, era una serie de unos y ceros —algún matemático alienígena debió de pensar que el sistema binario tendría que ser fácil incluso para la poco desarrollada inteligencia humana— que daba a entender que un gran grupo de refugiados se dirigía a la Tierra. Al contrario que en otras ocasiones, las autoridades fueron incapaces de ocultar el mensaje. Al parecer, los alienígenas habían querido asegurarse de que llegara y lo habían enviado por multitud de frecuencias y con gran intensidad, lo que propició que fuera captado por cualquiera que tuviera un mínimo equipo de recepción, aunque se tratara de una simple antena parabólica individual comprada en un rastrillo. En menos de doce horas, el mensaje había sido descifrado por millones de personas, que exigían a sus gobiernos que decidieran qué iban a hacer. El mensaje era un vídeo, en el que los alienígenas, en varios idiomas de la Tierra, explicaban que su planeta había empezado a sufrir los estragos de una debacle natural y que necesitaban un nuevo hogar. Las imágenes mostraban un planeta devastado, plagado de volcanes activos de todos los tamaños, donde los cadáveres de apilaban por decenas. Según sus propias palabras, los supervivientes eran diecinueve millones, que llegarían en varias naves, a intervalos de una semana. Puntualizaban que eran naves muy grandes, capaces de trasladar a casi un millón de individuos, por lo que todas ellas se posarían en alguno de los diversos mares y océanos del planeta.

La ONU se reunió en menos de una semana, ante la gran presión que ejercían los medios de comunicación y las asociaciones ciudadanas de todo el mundo, que habían empezado a especular hasta niveles insospechados. Los más avezados habían empezado incluso a aprovechar todo tipo de aparatos de comunicación y no habían perdido la oportunidad de mandar sus propios mensajes de respuesta al espacio, a pesar de que en la mayor parte de los casos, ni siquiera sabían hacia dónde debían apuntar. En pocos días habían surgido multitud de iniciativas populares que hubieran hecho palidecer a la más organizada de las sectas. A lo largo y ancho del planeta se juntaban decenas de personas que unían sus escasos aparatos de comunicación, desde radios antiguas hasta las más caras parabólicas, con la idea de contactar con los “visitantes”, a pesar de que no sabían ni dónde estaban ni por dónde se acercarían a la Tierra.

Si poner de acuerdo a un grupo de más de veinte personas puede resultar difícil, mucho más resultó hacerlo con casi doscientos países, entre los que los había de todo tipo, desde pequeños y pacíficos, hasta grandes potencias mucho más beligerantes. El Consejo General de la ONU llegó a firmar un acuerdo, pero era tan vago y genérico que apenas cubría una docena de puntos, los únicos en los que lograron coincidir. Mientras la mayor parte de la población mundial esperaba a los refugiados con gran ilusión y esperanza, sus dirigentes se mostraban mucho más recelosos, aunque una gran parte de gobiernos sí llegaron a contagiarse de la ilusión de sus ciudadanos. Eso fue precisamente lo que provocó que el documento final, y por ende el compromiso entre todas las naciones, fuera tan pobre. Acordaron que, al menos al principio, darían el beneficio de la duda a los visitantes —las imágenes de devastación del vídeo les habían resultado especialmente emotivas—, pero ninguno, salvo pequeños países que nunca se habían metido con nadie, dejó de mostrarse receloso en mayor o menor medida.

El narrador del vídeo no especificaba ningún punto concreto para el amerizaje de las primeras naves, por lo que los preparativos físicos propiamente dichos fueron imposibles, lo que a su vez provocó que pillaran de sorpresa a todo el mundo. Las dos primeras naves, grandes como campos de fútbol, llegaron diez años después, en una soleada tarde de verano, que dejó de ser soleada en unas pocas horas, justo después de que de cada nave salieran cientos de pequeñas naves, parecidas a aviones a reacción de pequeño tamaño. Arrasaron con todo lo que encontraron a su paso y ninguna defensa terrestre pudo hacerles frente. Las defensas llevaban preparadas prácticamente desde el momento en que se recibió el vídeo, pero habían pasado ya diez años y la gente había comenzado a olvidarse. Eso mismo debió de ocurrir a los responsables de las bases aéreas, portaaviones y demás instalaciones que debían mantener la alerta continua. El olvido, el cansancio y la rutina se apoderaron de sus vidas hasta el punto de impedirles reaccionar a tiempo en cuanto los alienígenas comenzaron el ataque. De todos modos, y como más tarde se sabría, ni mil millones de aviones hubieran podido con las naves invasoras, a años luz —y no sólo de distancia— de la nave más moderna de la Tierra. La guerra duró cerca de seis meses, todo lo que los ejércitos desplegados pudieron resistir. La rendición fue incondicional y absoluta, a cambio de que los invasores respetaran las vidas de los pocos que aún quedaban. El planeta Tierra pasó a llamarse Flangdaard, que al parecer era el nombre del planeta natal de los Flang, los nuevos propietarios. Las imágenes de devastación del vídeo eran ciertas, pero las pacíficas intenciones de los “refugiados” resultaron no serlo tanto.

Como en cualquier otra guerra, la rendición dio paso a la resistencia, organizada de mala manera por guerrillas que o bien no sabían lo que hacían, o bien lo sabían, pero se vieron superadas, tanto en efectivos como en tecnología y preparación. No sólo daba la impresión de que los Flang estaban más preparados, sino que también parecía como si llevaran siglos haciendo lo mismo. El caso es que el único grupo de resistencia humana mínimamente organizado desapareció a los dos años de lucha. Pudieron sobrevivir tanto tiempo gracias a que los Flang no parecían estar habituados a las tácticas de la guerra de guerrillas. De todas formas, eran lo suficientemente avanzados e inteligentes como para aprender rápido, lo que a la postre dio con la definitiva derrota humana.

Así se encontraba Luis, un mes después de que su pueblo, y gran parte del país, hubiera quedado destruido, como consecuencia del último ataque masivo de las tropas Flang. Como en otras partes del mundo, los Flang habían entrado como un elefante en una cacharrería, habían arrasado con todo y se habían preocupado de realizar un expolio lo más exhaustivo posible. Ellos vivían apartados, principalmente en desiertos donde habían levantado ciudades casi inexpugnables, en las que ningún humano podía entrar y pretender seguir vivo. Otra cosa que los Flang habían aprendido de los humanos, además de la guerra de guerrillas, era la guerra bacteriológica, de la cual se habían valido para proteger sus ciudades. Habían creado un sistema defensivo basado en viciar el aire de sus ciudades con bacterias que para ellos eran beneficiosas, pero que eran mortales para el más fuerte de los humanos. Una exposición breve, de no más de una hora, provocaba ligeras migrañas que podían durar varios días, lo que permitía que algunos humanos pudieran entrar en una ciudad Flang para comerciar —una de las pocas actividades aún permitidas— sin suponer ningún peligro. Más de una vez se había intentado aprovechar esa situación para atacar desde dentro, pero las migrañas provocadas por las mencionadas bacterias incapacitaban a los humanos lo suficiente como para impedir cualquier acción, aunque fuera el movimiento de un único dedo. De hecho, generalmente el humano que entraba en la ciudad con el producto con el que iban a comercial y volvía después con el dinero obtenido no era más que una bestia de carga, elegida casi siempre a suertes entre sus compañeros, que después siempre debían cargar con él.